Tengo un nudo en la garganta, literalmente.

Mis familiares más cercanos lo notaron y me enviaron al médico. El primero concluyó que, por sus características, probablemente se trataba de un lipoma, una acumulación de grasa, y me aconsejó monitorearlo sin intervención adicional. El segundo otorrinolaringólogo coincidió. Ninguno consideró necesario realizar una biopsia o resonancia, y así, bajo la piel del lado izquierdo de mi cuello, permanecio encapsulado un misterio.

Dos años después, la masa creció y monitorearla dejó de ser una opción. Las sensaciones atadas a esta pequeña esfera se intensificaron al igual que mi preocupación. Sentía una incomodidad vaga en el cuello, pero el dolor más grave era mental. Habiendo trabajado en oncología, mi mente se escapaba al escenario más fatal. Me sumergí en pensamientos nihilistas y trágicos. Mis peores miedos –fallarle a mi hija o, simplemente, dejar de existir– me mortificaban.

Ya lo había vivido, también durante el otoño. Surgió entonces otro diagnóstico incierto que, por primera vez, me obligó a enfrentar mi propia mortalidad. La muerte no me era extraña; es algo cotidiano en los hospitales. Pero esta vez era la mía, y me provocaba un punzante miedo, un profundo y anticipado duelo.

Paradójicamente, sentí un agradecimiento luminoso por la vida, por la oportunidad y el privilegio de ser y estar. Comprendí que hay fuerzas que se extienden más allá de nuestro alcance y que lo único que podemos cuidar es lo que está en nuestras manos. En ese momento, antes de que llegara el diagnóstico final, decidí que me encaminaría hacia la vida y que lo demás… Dios dirá.

El tiempo va diciendo, dice mi mamá.
Hay que saber vivir, dice mi papá.

Durante la temporada otoñal, la vida gira para mostrar su lado oscuro. Hace días fue la segunda luna nueva del otoño, una fase que nos lleva hacia el corazón del ocaso. La luna llena de mediados de noviembre reflejará la plenitud y madurez del otoño, antes de que su brillo comience a menguar y a guiarnos hacia el quieto umbral del invierno.

Los días se acortan y las noches se alargan. La luz declina mientras la oscuridad asciende. Los animales hibernan, y la tierra se repliega en su propio descanso. Nos retiramos a la alcoba de nuestro pecho, espacio infinito y eterno, el otro lado del velo. Ahí emergen nuestros sueños, guardamos nuestros recuerdos. Ahí también reposan las almas de quienes han trascendido, mientras sus cuerpos encuentran en la tierra su descanso eterno, volviendo a ser parte de la materia que sostiene la vida.

El declive de la luz no es extraño ni amenazador, aunque algunos lo vivan como trastorno afectivo estacional. Es una invitación a reconocer nuestra mortalidad y permitir que este reconocimiento le dé sentido a nuestra encarnada existencia. A abrir la pregunta: ¿qué quiero hacer con mi única, preciosa y efímera vida? Y a mantener la pregunta abierta, inconclusa, para que las respuestas caigan dentro.

El ocaso del año es una invitación, también, a tomar nuestra esencia espiritual, a honrar a nuerstros ancestros y antepasados, quienes mediante su trabajo y sacrificio abrieron el camino para que tú y yo nos unamos en estas palabras y en las ideas que evocan.

No somos distintos al canto de las hojas quebradizas, que tiemblan destellantes, se desprenden y cabalgan el viento otoñal para bailar en ronda, besando el suelo. Reposemos con la certeza de que la tierra misma nos acogerá y nos transformará para continuar el pulso de la vida. Confiemos en que la primavera regresará y que nuestro pecho, una vez más, florecerá.